30 marzo 2012

Afrodita temblaba.
A su alrededor todo parecía estar formado por agua. Agua de las lágrimas que inundaban las cuencas de sus ojos y se derramaban por sus mejillas como la larga cabellera por su espalda. Espalda que hacía unos segundos había estado entre sus brazos. Brazos unidos a un cuerpo que no volvería a yacer a su lado. Cuyo dueño no deseaba hacerlo nunca más. 
Deseaba poder dejar de amarle, ser capaz de odiarlo. Quería que fuera enviado directamente a las profundidades del Tártaro, que se le fuera impuesto el castigo más terrible, y seguirlo todo desde primera fila; nadie debía hacerle daño a la diosa del amor. Quería acompañarlo hasta las entrañas de Gea, mecerlo entre sus brazos cuando desfalleciera, colmarlo a besos hasta borrar los surcos de las lágrimas de dolor (como las que cruzaban el suyo ahora) que poblarían su piel; junto a él había amado por primera vez. Levantó la vista hacia el cielo, tratando de ver más allá de la cortina de soledad que ondeaba sobre sus castaños ojos, pero hasta las definidas formas de las nubes parecían haberse evaporado. ¿Por qué Zeus no hacía nada? ¿Es que no la veía sufrir?
Deseó chillar con todas sus fuerzas. Necesitaba que un rayo le partiera en dos, para poder acabar con su cerebro. Aquel que le torturaba haciéndole recordar una y otra vez todos los momentos que había pasado a su lado. Pero el cielo estaba despejado. El temblor de ningún trueno recorrería sus tímpanos; ningún relámpago cegaría sus cristalinos ojos. Zeus no acudiría en su ayuda. No había sangre de dioses que corriera por aquellas arterias que trataban de sobrellevar la pérdida. Era una simple mortal, demasiado lejos del monte Olimpo como para que cualquier oído divino escuchase sus suspiros.
Recogió con sus manos las lágrimas que se habían instalado en sus ojos y miró al cielo una vez más. Unas nubes habían corrido a su encuentro, como si de verdad Zeus hubiera oído sus plegarias. Una señal. La única que necesitaba. Sonrió levemente, como con miedo, miedo a estar equivocada, y le susurró a su corazón que no se preocupara. Que lo lograrían. Que sobrevivirían.
Y los dioses estarían orgullosos de ellos.

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