La echaba de menos. ¿Cuánto hacía que no la veía? Días, aunque parecían siglos, demasiados segundos, minutos y horas. Sus ojos verdosos, entrecerrados por el ardiente sol de una tarde de verano escudriñaban cada gota del reflejo del cielo en busca de un destello de su piel tostada, del dorado de su mojado cabello, del negro de sus pupilas.
Un suspiro se mezcló con el rugir de las olas que se estrellaban contra los acantilados de su derecha. El dulce suspiro fue arrastrado por la marea, hacia el horizonte, aquella delgada línea que escondía tras de ella el mundo entero, hasta llegar a unos oídos salados. Unas pupilas negras, coronadas por un iris de los colores del agua cuando el sol la acaricia, se giraron hacia la costa.
El sol se escondió tras el negro telón de la noche.
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