27 agosto 2012

Otoño en el Sáhara

Entrecerró sus ojos pardos ante la luz rojiza de la caída del sol, y con su mirada acarició las onduladas y arenosas formas que le rodeaban. Respiró hondo, dejando que cada partícula de polvo sahariano se colara por todos los poros de su piel, expandiendo una suave brisa ardiente por su interior. Sus párpados se unieron por un momento, borrando de su vista todo aquello que le rodeaba, quedando tras aquella cortina negra un único punto de luz. Un recuerdo. 
Sus oídos dejaron de recoger el sonido del desierto, tan árido, tan seco, y se llenaron del rumor de la cálida hojarasca y del fresco viento de otoño. Por su nariz penetró el verdoso olor de la hierba cubierta de rocío de aquella mañana, tantos segundos atrás, que parecían milenios. El día en que tomó una decisión que sacudió sus infantiles cuerdas vocales sin casi haber acariciado su cerebro. Una decisión tomada directamente por la inocencia de su pequeña sonrisa. Recordaba haber girado su cabeza, embutida en un pequeño gorro de lana, hacia su padre, que para entonces parecía tan alto como el gran árbol que los resguardaba de las nubes que anunciaban ventisca, esa que ayuda a desnudar a los árboles, a despojarse de la capa que les cubre, esa que cuando cae deja al descubierto un olor ocre con matices dorados. Esa fragancia que le acompañaba a todos sitios desde la llegada al suelo de la primera de todas las hojas anaranjadas.
Y entonces clavó sus pupilas en esos iris tan familiares, formulando aquella frase que quedaría para siempre grabada en sus mentes.
- Yo de mayor quiero ser barrendero de hojas de otoño.
Y su risa sacudió aquel gran árbol, de cuyas ramas cayeron hojas ásperas que acariciaron su rostro, aprobando aquella decisión. ¿Qué había sido, pues, de aquel su gran sueño? ¿Dónde quedaba el crujiente olor del otoño?
Ahora tan sólo el ardiente desierto quedaba en su interior. El grito de los enfermos, que como hojas de otoño caían en sus brazos, se había convertido en la banda sonora de su día a día. Y el fresco silencio de la noche en su compañero, aquel que le susurraba al oído los poemas más hermosos del caluroso continente.

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