01 octubre 2013

Estación otoño



Las hojas anaranjadas de los acres en otoño se habían convertido en pequeñas motas de gris polución que se arremolinaban en las esquinas mugrientas de las baldosas de aquel andén subterráneo. Estaba de pie, con las suelas de mis botas bien pegadas al suelo, como si quisiera echar raíces bajos el pavimento. Las palmas de mis manos se escondían en los bolsillos de mis vaqueros, intentando enfriar los nervios que se desprendían por los poros de la piel, humedeciéndolas.
Te vi llegar antes de que te diera tiempo siquiera a poner un pie en la boca de la entrada del metro. Observé de lejos tus andares despreocupados, como si el encuentro conmigo fuera lo más natural del pedazo de universo que compartíamos. Incluso fingiste sorpresa la segunda vez que tu mirada reparó en mí; el único que te esperaba. Te acercaste sin un ápice de cautela, con paso firme, casi estridente, haciendo que me estremeciera por el ruido atronador de la tormenta que tu presencia había desatado tras mis tímpanos.
Ni siquiera consideraste parar en cuanto llegaste a mí, y yo no podía moverme, porque parecía que finalmente había pasado a ser parte de la suciedad imperecedera de las juntas. Aquel abrazo que me diste a ciegas, cuando tus ojos se toparon con el rojo de mi chaqueta y tu oreja detectó mis latidos, dejó tu olor atado a mis muñecas. Tal y como pasó en aquel último momento que fue solo nuestro, y por un momento, fue como si aún estuvieras ahí, conmigo.
¿Cuánto tiempo había pasado sin ti?
Los centímetros que tuvo que planear mi mirada para observar tus iris oscuros me gritaron que demasiado. ¿Habían sido siempre del color del carbón? Según los recuerdos que me habían visitado en las noches en las que el sueño había brillado por su ausencia, tenían las tonalidades de la oscuridad del abismo profundo.
Mi corazón hizo un movimiento algo extraño, como si tropezara, como si una corriente de aire repentina atravesara mi pecho, y se quedara atascada tras mis dientes en un tartamudo saludo, mientras tú apoyabas tu cabeza en mi pecho. El suspiro volvió a intentar bajar por mi garganta cuando tus manos buscaron su lugar entre mis omóplatos y tu pelo se enredó entre mis pestañas; pero quedó tortuosamente atascado por encima de mi nuez. Comencé a ahogarme cuando separaste tu cabeza enfundada en un millón de suaves hilos de cobre, y elevaste tu puntiaguda nariz hacia mí, acusadora, recriminándome el que no me hubiera inclinado a besarte en el momento justo.
Necesitaba un momento para que todo el dolor que colgaba de mi cuello, justo por donde caían tus manos, desapareciera. Pero no diste tiempo a que me desembarazara de él; las grietas de tus labios, esculpidas por el frío otoño, se colocaron sobre las mías, creadas por el frío que tu marcha había causado en pleno agosto.
El ruido que hicieron al entrechocar, como si a las bisagras de nuestras comisuras estuvieran oxidadas, se oyó en las catacumbas de mi ventrículo derecho, que se reanimó y mandó a mis brazos la sangre suficiente como para que lograran apartarte de mí. Ahora me quemabas; ardía como si aquel beso me hubiera devuelto algo que creía haber perdido: la razón por la que nuestros destinos estaban escritos en lenguas totalmente diferentes. Y tus pestañas entrechocaron, con la indignación y el reproche haciéndolas temblar, mientras tu insulto mudo quedaba silenciado por la voz ronca de la megafonía.
He de confesar que se me cayeron tus recuerdos en aquella estación, bajo las vías, justo cuando el último de tus reproches subía a aquel tren. Admito que tu olor se lo llevó un pobre hombre que golpeó su hombro contra el mío cuando ambos atravesamos a la vez un mismo corredor; supongo que aún se estará preguntando de donde viene ese olor dulzón que parece aprisionarle el pecho. Reconozco que olvidé las lágrimas que debía derramar por ti bajo el banco del parque donde parpadeamos al unísono por primera vez, en el que me senté para dejar salir aquel aire que comenzaba a enterrarse en mis sienes. Te digo, sin ningún tipo de tapujos, que la corriente fría que atravesó el portal cuando llegué a casa fue la que se terminó de llevar tu caricia de mi espalda.
Aquel fue el día en que me di cuenta de que el tiempo había pasado, que había escapado de nosotros, como lo hizo aquella tarde todo mi pasado.

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