[A la pequeña Everdeen]
Le gustaban sus
gruñidos; esos que nacían en el mismísimo epicentro de sus
entrañas, y que hacían un recorrido a toda velocidad por su cuerpo,
hasta que lograban salir a borbotones entre sus dientes, aquellos
que se apretaban unos contra otros. Le gustaba la manera en que su
voz, ahogada y ronca, se colaba por sus oídos, desgarrándola de una
manera exquisitamente placentera por dentro.
Le aterrorizaba la
fuerza de sus brazos, que se contraían intentando mantenerlos a los
dos sumergidos bajo aquel vaivén de caricias. La manera que tenía
de fundir sus huellas dactilares en su espalda; el pavor la recorría
cuando imaginaba que estas se despegaban de su piel una vez sus
cuerpos, cansados y exultantes, se separaban. Temía que se perdieran
entre las arrugas de las sábanas y dejaran su cuerpo inhabitado, que
la dejaran tan desorientada como cuando él susurraba en sueños las
palabras que ella era incapaz de pronunciar.
¿Y si lo que sentía
por él era simple egoísmo sexual? ¿Y si las cometas que parecían
atravesarla cuando sus dientes pellizcaban su piel eran imaginaciones
del momento? ¿Y si en realidad el ardor que sentía era el frío de
la consciencia que la congelaba por dentro, creando quemaduras azules
que solo dejaban lugar a la racionalidad?
Pero él parecía tener
la clave para hacerla olvidar; ese octavo sentido que le hacía
enterrar sus ojos en aquel pequeño vano resultante de la unión
imperfecta de los bordes de sus labios, para luego acariciarlos
suavemente con palabras mudas que se escapaban de sus sienes. Y ella
olvidaba todo lo que no tenía que ver con leer los códices secretos
enterrados en la inmensidad de su espalda desnuda, con aventurarse a
recorrer los lugares ocultos de sus secretos nocturnos, con la lista
de razones por las que había decidido no volver a enamorarse.
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