05 noviembre 2013

Inconscielaciones

[A la pequeña Everdeen]



Le gustaban sus gruñidos; esos que nacían en el mismísimo epicentro de sus entrañas, y que hacían un recorrido a toda velocidad por su cuerpo, hasta que lograban salir a borbotones entre sus dientes, aquellos que se apretaban unos contra otros. Le gustaba la manera en que su voz, ahogada y ronca, se colaba por sus oídos, desgarrándola de una manera exquisitamente placentera por dentro.

Le aterrorizaba la fuerza de sus brazos, que se contraían intentando mantenerlos a los dos sumergidos bajo aquel vaivén de caricias. La manera que tenía de fundir sus huellas dactilares en su espalda; el pavor la recorría cuando imaginaba que estas se despegaban de su piel una vez sus cuerpos, cansados y exultantes, se separaban. Temía que se perdieran entre las arrugas de las sábanas y dejaran su cuerpo inhabitado, que la dejaran tan desorientada como cuando él susurraba en sueños las palabras que ella era incapaz de pronunciar.

¿Y si lo que sentía por él era simple egoísmo sexual? ¿Y si las cometas que parecían atravesarla cuando sus dientes pellizcaban su piel eran imaginaciones del momento? ¿Y si en realidad el ardor que sentía era el frío de la consciencia que la congelaba por dentro, creando quemaduras azules que solo dejaban lugar a la racionalidad?

Pero él parecía tener la clave para hacerla olvidar; ese octavo sentido que le hacía enterrar sus ojos en aquel pequeño vano resultante de la unión imperfecta de los bordes de sus labios, para luego acariciarlos suavemente con palabras mudas que se escapaban de sus sienes. Y ella olvidaba todo lo que no tenía que ver con leer los códices secretos enterrados en la inmensidad de su espalda desnuda, con aventurarse a recorrer los lugares ocultos de sus secretos nocturnos, con la lista de razones por las que había decidido no volver a enamorarse.



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